El brazo que viaja
La realidad supera la ficción. Se sabe. Insiste en ello, me impresiona y tengo que contarlo. Leo que el brazo de San Francisco Javier viajará de Roma a Canadá en asiento de avión. Acto seguido, leo que nevará y me recorre el cuerpo un dejavú XXL.
Busco y lo encuentro. 2006. Si alguien me piratea el ordenador podrá comprobarlo. El brazo viajó a Navarra y me puse con una obrita corta para puro autojubileo. En la primera escena, dos forales, uno veterano y otro recién incorporado al servicio, traían el brazo incorrupto desde Barajas. En el camino, la nevada del siglo. Pinchan y al parar descubren que para acomodar el cofre de la reliquia sacaron la rueda de repuesto del maletero y no la volvieron a meter. Y lío. No tuvo más desarrollo la pieza. Para escribir hay que tener claro qué se quiere contar y está claro que mi estupor se ceñía a la primera escena. Ni eso. Al planteamiento previo. A su contemplación.
Dramáticamente se puede sacar jugo del incidente en mitad de la nada -siempre pasaría alguien, cuanto más desubicado mejor, y la emisora del vehículo funcionaba, con lo que la conexión con el cuartel de Pamplona estaba asegurada- y del espacio claustrofóbico de un avión. En este caso, el protagonismo recaería en quien se sentara junto al brazo. El conflicto, su incomodidad. ¿Las razones? Filosóficas, políticas, religiosas, incluso sanitarias o inespecíficas. O su comodidad. No tengo interés en continuar la historia. Sigo contemplativa. Para escribir hay que presuponer que pasará algo y como siempre pasa lo mismo es como si no pasara nada. Casi todos los años nieva, el brazo sigue moviéndose cada vez con mayor confort y yo sigo dedicando un tiempo precioso a dejarme abducir por asuntos menores. O igual no tanto.