A menudo repito un trayecto sembrado de placas doradas. Pequeños cuadraditos que si voy sin prisa me paro a leer. Hay una calle donde la concentración de varios en pocos metros me hace pensar en la acumulación del dolor, en el sustrato temporal que asienta y mantiene el presente. En otros lugares hay también otros recordatorios de otras víctimas de violencias de diferente origen.
En la medida en que paso y veo y dejo espacio al germen que instala la primera impresión, quiero creer, ejercito una habilidad elemental, la de enunciar los hechos objetivos. Pasó aquí, por donde yo paso. La repito. Solo esa frase. Me conmueve aunque yo no había nacido cuando pasó. Ahora se suman otras placas, esta vez en las paredes. Me conmoverán, pasó cuando yo era consciente de que pasaba. Las miraré. Con idéntico respeto. A estas alturas, si la percepción del dolor, la arbitrariedad y la injusticia no iguala, ¿qué puede igualar?
Todas estas violencias nos han traspasado. Personalmente. Aunque no las ejerciéramos ni nos las ejercieran de forma directa. En lo consciente, nos situamos, opinamos, comparamos, medimos, nos crecemos, nos achantamos o intentamos eludir, siempre reaccionamos aun si decidimos no hacerlo. Porque en lo menos consciente y poco nombrado, estas violencias nos configuran, nos modelan, nos afectan y desde su condición de hechos incontestables nos hacen conocedores de que nunca podremos, individualmente, perdón, me hacen conocedora de que nunca podré, individualmente, sentirme ajena a una responsabilidad que me concierne aunque quepa la posibilidad de calificarla de nebulosa. Porque pasó aquí, por donde yo paso y lo supe. Y yo, no me cabe duda, en alguna medida sería otra si eso no hubiera sucedido. Porque todo lo que sucedió es humus sobre el que camino, también los días en que voy con prisa.