Acababa de abrasar esa finísima capa de piel que recorremos con la punta de la lengua cuando buscamos respuestas, la del interior de los labios. El café estaba tan cargado como ardiente. Pero el momento compensaba. Exterior, día, sol de invierno templando el paisaje urbano a tres minutos andando de la obligación diaria, esa que para los aupados de la beatitud al siguiente escalón de lo intangible santifica, a la mayoría nos facilita recorrer el lado prosaico de la vida y, a algunos, además, nos procura el lujo de la satisfacción. Cuando apareció al doblar una esquina el resto se desenfocó. El pelo blanco como un desierto de sal, rapado en los laterales y desafiando la gravedad desde un tupé compacto, eyeliner negro, pómulos de roca y labios cereza. Levita oscura, pitillos de cuero y botines planos de lord inglés. El tipo de mujer que ha hecho detenerse el tráfico muchas veces, que podría derrocar a un gobierno y reventar las cotizaciones del Ibex 35. Fumaba. Entró al estudio de tatuaje que hay junto a mi café, a negociar la ampliación del dragón asiático que le recorre la columna, el precio de la orfebrería necesaria para esconder entre orquídeas un nombre que ya no existe o la edificación de un nuevo pensamiento sobre signos ilegibles tallados casi en hueso. Tan resuelta como flaca. Terminé el café y salió de allí con las gafas de sol en la mano. No había mirada azul acero. Nada obvia, no era una Grace Jones nórdica. Tenía ojos pequeños, castaños y serenos. Nos miramos dos segundos y lo supe. Supe que iba a entrar a la sucursal de la Caja Laboral de la esquina. A comprobar si la pensión le da este mes para volver al estudio de tatuaje. Nunca lo dirías, pero hace mucho que cumplió los 70.