Una joven diseñadora me enseña un boceto. El trazo es seguro. Es para el cartel de San Fermín, dice. Qué madrugadora. Busco las bases del año pasado y se refieren a cuestiones formales: tamaño, plazos, selección, dotación... Pero está claro que tiene que haber algo más, una agenda oculta, es la imagen publicitaria de unas fiestas y no hay cliente que no sepa a qué público se dirige, qué quiere y qué no quiere contar. Aunque en este caso el cliente sea tan amplio y plural como un ayuntamiento, un jurado y cualquiera que quiera votar.

Me pregunta la joven diseñadora y me pregunto yo si la experiencia que vivió la ciudad los pasados sanfermines tiene un lugar en la propuesta gráfica. Para eso hay que preguntarse si esa experiencia nos cambió y eso puede traducirse en novedades en el punto de vista, el color, los personajes, el tema. Yo no entiendo de carteles, pero me explica, por ejemplo, que el enfoque diagonal de las fotos de los encierros aumenta la sensación de peligro. Eso puede ser un reclamo para aficionados al riesgo. (Esto es de mi cosecha).

La joven diseñadora se interroga en un plano ético, en un plano técnico y en un plano práctico, obviamente quiere que su trabajo se vea. ¿Hacemos como que no pasó? Repasando los carteles desde 1881, salvo la inevitable evolución estética, la fiesta parece idéntica a sí misma y focalizada: hombres jóvenes y toros. Algo de santo y Caravinagre, su pizca de comparsa y charanga (escasísima) y fuegos. Poca calle, poco ambiente, mínima presencia de mujeres (majas, musas, manolas o roncalesas y más antes que ahora, lógico, no se ven últimamente). Así que no sé yo. Vuelvo a mirar el boceto. Pero, ¿sabes qué?, le digo. Que tú adelante con lo tuyo.