isaac Asimov dejó escrito que lo más emocionante que se puede oír a un científico no es el clásico “¡eureka!” que asociamos a los grandes descubrimientos, sino “qué curioso...”. La sorpresa ante lo inusitado y la curiosidad para entenderlo están en la génesis de todo el conocimiento, especialmente del científico. Quienes no reparan en que eso es raro jamás dedicarán tiempo a indagarlo. Tampoco quienes solo se fíen del libro (o el Libro, ya saben), pues todo es designio del señor que dictó ese libro. Quienes, acaso, simplemente aceptan el mundo tal cual viene tampoco se sorprenden, esperando que otro lo explique y lo empaquete para poderlo consumir sin más. Comento lo obvio porque últimamente la abundancia de noticias y hechos insólitos parece que nos está narcotizando la curiosidad, que como todo es tan sorpresivo, inaudito, insólito (adjetivos que ahora se han convertido en parte de los titulares de prensa), el reflejo de detenernos y ver si eso es realmente curioso, tanto que merezca la pena buscar una explicación o exigir una respuesta, queda anestesiado y perdido. Por eso conviene mantener la actitud curiosa, llevar la imaginación conectada y armada con el pensamiento crítico para no caer en el engaño.
A menudo, por el contrario, se transmite al público la idea de la gente de ciencia es aburrida, poco imaginativa y sumisa. Es una de las paradojas más estúpidas que he visto en mi vida. Por culpa de ese idealismo antirracional parece que la imaginación y la curiosidad fueran patrimonio exclusivo de lo fantasioso y subjetivo. Por el contrario, como decía Asimov, sin la curiosidad y la emoción no hay ciencia posible. Tampoco habría poesía ni arte, pero contraponer ambas búsquedas curiosas de lo que nos sorprende (o aterra) es mezquino. Y triste.