Vaya por delante que la gran nevada del pasado miércoles es ya historia, aunque con el invierno-invierno que llevamos puede que otra de parecidas dimensiones venga pronto a recordarnos aquel día en el que casi toda Navarra se paró en seco -por así decirlo-. Reconozco que la nieve, que tanto gusta cuando se asienta en el campo o en los montes, es odiada por muchos al asomarse a las ciudades y, sin embargo, pertenezco al pequeño grupo que adora levantarse y ver todo blanco y, cuanto más blanco, mejor.
No hace falta que me cuenten que ir al trabajo o al centro de estudios se convierte en una tortura, que los pequeños accidentes y los grandes atascos de tráfico se suceden por decenas, que nuestro quehacer se vuelve casi imposible... Con todo, sentir esa belleza blanca a la puerta de casa y nuestra vida tornarse un ratito silenciosa y tranquila me compensa con mucho.
Cierto que las nevadas en los centros urbanos ralentizan a los adultos y, aún más grave, encierran en sus casas a los ancianos y a las personas con problemas de movilidad, pero también regalan a los chavales un día de fiesta en el que, por una vez, no necesitan gastar ni acudir a locales cerrados para jugar y ser plenamente felices. Si además cierran la escuela, no les digo.