Estos días andaba la gente preocupada por lo de la estación espacial china que se caía. Había cierta inquietud por lo que podía caernos encima, incrementada por noticias de fuentes generalmente científicas que eran resumidas como: “Ojo, lo mismo cae por aquí”. Me pasé semana y pico intentando explicar que no era así y que el hecho de que fuera impredecible, o casi, el momento (al menos hasta poco menos de un día antes del final) no era incapacidad de los ingenieros chinos, que por el contrario habían conseguido con la Tiangong-1 un completo éxito o, mejor, varios éxitos notables en su carrera espacial. Además, nos iba a salvar la atmósfera, la propia mecánica que haría que todo se volatilizara. O casi.

Al final cayó y se quemó en el culo del mundo, es decir, no pasó nada. Y como tampoco ninguna de las personas que se mostraban preocupadas por esas noticias eran el jefe de la tribu gala de los tebeos de Astérix, rápidamente nuestra atención se fue a otro sitio. A eso del duelo de reinas o juego de tronos de las fotos, que da para mucho y todo chungo. O al misterio insondable pero chapucero de las prebendas de cierta clase política y cierto compadreo académico que comienzan regalando un título y acaban posiblemente de forma más peligrosa que la caída de una nave espacial: un verdadero escándalo sin dimisiones del que solamente podemos concluir que nuestra democracia está tocada (y si me permiten poner el dedo en la llaga, añadiré lo del uso torticero de la Justicia para fines políticos con hazmerreír y toque de atención del resto del mundo). Y si podemos pasar de comentar lo de la estación espacial a lo de Cifuentes o a lo de Letizia y no nos damos cuenta de que algo en lo que nos comunicamos está podrido, o al menos mal enfocado, es que además finalmente los malos han ganado.