Por más que en casa nos dijeron que las mentiras tenían las patas cortas o que antes se le pillaba al mentiroso que al cojo (del uso de refranes como control social habrá que hablar alguna vez), lo cierto es que sospechábamos que a ciertos mentirosos les iba muy bien. Y que el propio sistema era capaz de amplificar lo falso llenando el panorama y escondiendo la verdad por ahí al fondo. Las noticias curiosas, lo sorprendente, lo fabuloso, además, siempre nos han encandilado más que la realidad menos bella y luminosa. Y por eso la construcción de mentiras se ha ido convirtiendo en el oficio más eficaz de nuestra era. La televisión era el vehículo perfecto para sumar la inmadurez, la banalidad y el estereotipo, rebajar el nivel intelectual y ponerlo todo en vivos colores: con eso podían ya ocultarlo todo. O hacernos bailar al son que quisieran. Y en eso llegaron las redes y el mundo conectado y conseguimos en pocos años ver cómo es posible despedazar todo el entramado cultural para convertirlo en un negocio. Ojo, algo a lo que gustosos nos prestamos porque nos apetece ser alguien y pensar que se oye nuestra voz más allá de lo que antes era posible. Repetimos lo que nos llega (sin cuestionar su veracidad) porque nos llaman la atención: la gracieta, el enlace sorprendente... Los estudios científicos muestran que somos colaboradores necesarios de la mentira: gracias a los humanos, las mentiras viajan más rápidamente y más lejos que nunca antes. Tanto que la realidad queda fácilmente sepultada dentro de un envoltorio enorme de invenciones interesadas e interpretaciones alucinadas, llámale posverdad. Es decir: la mentira ha llenado el panorama y somos sus devotos seguidores. Pero quizá no todo esté perdido. Lo que pasa es que hoy ya no me queda sitio en la columna para explicárselo, así que deberán esperar una semana.
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