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Felices, buenos, pobres y ministros

Llamaron al timbre y dijeron que venían a hablar conmigo sobre si pensaba que seríamos más felices en el futuro. De primeras, una vez que caí en que mi personal ventura les importaba más bien poco, me salía contestar que depende, que auguraba mayor felicidad aunque tampoco demasiada a la plantilla de Navantia que a cualquier yemení que estuviera a menos de un metro de un objetivo bendecido por las instituciones competentes. Hay mil ejemplos, pero pensaba en ese. No tanto a cuenta de la felicidad como de la bondad, en concreto de la bondad de las personas de a pie. Escuché a un portavoz de Navantia decir que ni él ni el resto de currelas querían que murieran personas en Yemen y le creo. Pero hay algo en la concatenación de los sucesos en torno a la venta de bombas inteligentes sí/no/corbetas en riesgo/en estudio/nada, ya pasó que supera la sutileza causal si no la imprevisibilidad de un efecto mariposa y que destempla. Respecto a la bondad, o por lo menos a la conciencia de bondad, la gente currante o precaria o pobre sin más no puede permitirse grandes alardes. Es una pobreza añadida.

Para paliar en lo posible la incomodidad inherente, ahí están los políticos. Aunque parezca que no toman en cuenta nuestra inteligencia, hacen su tarea. Cuando escuché a Borrell hablar de la exquisita puntería de las bombas, me acordé de los hilillos de crudo de Rajoy y de los bichitos del síndrome tóxico, tan pequeños que si se caían de la mesa se mataban (sic), que lo dijo Sancho Rof en plena crisis del aceite de colza. Esas bombas matan bien muertos pero a los que hay que matar, argumentó Borrell. Es un descanso.