El infierno debe de estar lleno de personas que te cuentan sus enfermedades mientras te agarran del brazo. Sin conocerte de nada, quiero decir. Hay mucha gente sola y más todavía con necesidad de hablar. Anteayer repté hasta la médica a primera hora de la mañana con una sensación de irrealidad que todos conocemos. La que genera un cóctel francamente equilibrado, 1/4 parte de fiebre + 1/4 de tiritona + 1/4 de anginas + 1/4 de dolor de oídos. Me pude echar de casa a la calle porque, por fin, tras 13 meses de obras que nos han hecho creer a los vecinos que no residíamos en un simple portal antiguo, sino en la propia Sagrada Familia, hemos estrenado el ascensor. Parece que no, pero en momentos cumbre, minucias como esta te cambian la vida. Saludé con los ojos entrecerrados a Juanjo, el pintor, columna vertebral de esta contrarreforma de la escalera, que se aferró a su brocha hace siete meses y ya nunca la volvió a soltar. Agité sin convicción la mano ante esos obreros con los que tengo muchísima más relación que con mis amigos y salí al exterior. Ya en la calle fui levitando entre furgonetas de reparto y mis propias barrenadoras internas, las que me taladraban los túneles auditivos con eficacia y unos clavos de dos milímetros de diámetro, largos y dorados. Si me los hubiera imaginado oxidados, supongo que habría sido aún peor, no sé. Otro grupo de operarios en miniatura se afanaba en atravesarme las amígdalas con finísimas agujas de acero cada vez que tragaba saliva. Un tercer equipo hervía ollas de lava sobre mis cejas y los últimos servidores de Satán me envolvían de arriba a abajo con corrientes gélidas para que, conforme terminaba un espasmo, comenzara el siguiente. En realidad fueron los penúltimos, porque entonces entró en escena la señora que me narró todo su historial sanitario hasta que entre brumas escuché mi nombre procedente de la consulta. Fue una epifanía. Y después, una gripe.