Deja el calor de la cama la primera, se abrocha la bata y se enrolla el pelo en un moño. Su marido se gira hacia la pared embozado en las mantas. Es diciembre y en la sierra de Huelva el frío cala. Aún no corta, pero todo llegará. Pone la cafetera a hervir y saca la lata con galletas María. Vista desde atrás es una niña vieja, consumida dentro de una bata de rayas de colores imposible. Se la regaló una nuera, “una oferta del LIDL, máma”, qué vas a hacer. Aún no ha amanecido, el castillo de Cortegana sigue dejándose bañar por la luz amarillenta de unos focos programados para apagarse en un par de horas. Pero no aguantaba más tumbada. La mala noche no ha sido culpa de su nieto, que con la rabia de los dientes no hace otra cosa que llorar, la criatura, y no se calma ni cuando le moja el chupete en la salsa de albóndigas de choco. Le funcionó con sus hijos, con Luciano, con Bernardo? pero estos críos de hoy ya nacen mimados. Qué años tan buenos aquellos, cuando sus cachorros le destrozaban los cuadros de marcos dorados a balonazo limpio y se peleaban sin maldad. Alguno ya apuntaba maneras, pero eran buenos niños. Ya se encargaba su Manuel de ponerles firmes cuando robaban algo del súper. “Los Montoya no hacemos esas cosas”. Pero esas cosas se torcieron. Mayores los hijos, más grandes los problemas. Cuando fue a ver a Bernardo a la cárcel se le partió el alma. Hijo mío, cómo has podido? Y ya no volvió. Casi veinte años hace. Hoy en la cama la han perseguido caballos salvajes de ojos enloquecidos, bestias negras desbocadas. Y no quiere poner la televisión mientras el café le quema. Porque tiene una mata de espino clavada en el vientre. Ella ya sabe quién ha matado a esa pobre chavala que vino a dar clases de dibujo.