Ya está hecho
El objeto de esta columna es ridiculizar un poco (iba a decir sin acritud pero no sería del todo verdad) a los impetuosos masticadores de chaskis y golosinas crujientes en las salas de cines. Me refiero a las salas en las que se proyectan películas no infantiles. Quiero dejar claro mi enfado al respecto. Suelo ir mucho al cine. Me considero un amante del buen cine. Un cinéfilo. Prefiero el cine independiente, el más artístico, el menos comercial. Y me gustan los directores que respetan mi inteligencia y la desafían. Por eso suelo frecuentar las salas pequeñas en las que se exhiben ese tipo de películas no mayoritarias. Para mí supone una frustración acudir a una de estas sesiones con la expectativa del que espera ver algo especial (o incluso, de vez en cuando, una obra maestra) y observar que a mi lado se sientan personas provistas de grandes paquetes de comida y bebida. Entiendo perfectamente que en las películas para niños o en algunas de esas superproducciones dirigidas al entretenimiento del llamado gran público haya que admitir otros estándares de ruido. Vale, si alguna vez voy a una de esas, sé muy bien lo que me voy a encontrar. Pero me parece que hay algo muy contradictorio (y reprochable) en el hecho de que unos exhibidores se preocupen por seleccionar y programar en sus salas un tipo de cine artístico y minoritario y a la vez permitan o incluso propicien el consumo de maíz tostado y todo tipo de snacks crujientes empaquetados en ruidosos envoltorios de celofán y bebidas azucaradas con pajitas para que al sorberlas el ruidito además de fastidioso resulte también repulsivo. Así que bien pueden considerar esto como una queja formal. La queja de un cliente asiduo. La mía, la de mi familia y la de gran parte de mis amigos (algunos de ellos mucho más radicales que yo a este respecto). Tenía pensado escribir esta columna hace tiempo. Y ya está hecho. Eso es todo.