Como quedaba una hora para la cita para comer con mi amigo José Mari -Belcos, periodista y músico- me acerqué al Tres Reyes. He estado en 14 conciertos de Dylan y jamás busqué sus posibles hoteles o su autobús. Esta vez husmeé. Estaba en mi ciudad, qué coño, mero pedorreo. Entré al hall. Me fijé en uno, de negro, con gorro. Hostia. El Chino. El Chino es un guardaespaldas de Dylan. Me fui. Dylan estaba en ese hotel, como me habían insinuado. Comimos. Pensamos: ¿Y si echamos un café en la cafetería del Tres Reyes, a ver si por un milagro?? Fuimos, como un juego infantil. Eran las 15.40. Tomamos el café. Por la ventana vimos, en el Bosquecillo, a un tipo. Estaba lejos, no se le distinguía. Pero no se movía apenas. Era raro. Salimos. Nos acercamos. Era El Chino. Estaba a 40 metros. Nos miramos. Se nos aceleró el pulso. Sacamos el periscopio interno. 100 metros más allá, dentro de la Taconera, había dos personas en un banco. Uno llevaba capucha. Nos dieron sendos infartos. El puto Bob Dylan. No había nadie más. Fingimos lo mejor que pudimos. Éramos dos paseantes más, El Chino no se movió. Cruzamos, entramos en la Taconera por el portal de San Nicolás y con los corazones en la boca avanzamos por mitad del parque. Habíamos pactado en medio segundo que no diríamos nada, no queríamos molestar. Era algo irreal, teníamos miedo. No sé por qué, le hice una foto con el móvil a media cintura que no sé cómo salió enfocada. Quizá para pasados los años tener la prueba de que no lo soñamos. Ni se fijó. Bob Dylan, una de las leyendas más esquivas y herméticas de la Hª, a 5 metros, en un banco, en nuestra ciudad. Pasamos por delante, nos alejamos. Se levantaron, grité desde la distancia ¡Gracias por venir! Es todo lo que le diría, nada más. No dijeron nada. Mejor así. Es pequeño. Es el más grande. Es una bobada, pero José Mari y yo jamás lo olvidaremos. Luego dio un concierto glorioso.