Salvo que hoy caiga el diluvio universal, cosa que no parece que se vaya a dar, se va a cerrar el mes de febrero con menos precipitaciones de la presente década en Pamplona -28 litros recogidos en 2012- y quizá del siglo -10,9 en la estación manual de Pamplona en 2001-, puesto que hasta ayer habían caído apenas 7 litros. Esto, unido a los solo 40 litros que cayeron en enero, convierte a los dos primeros meses de 2020 en los más secos del siglo en la capital y posiblemente en buena parte de todo Navarra. Ha sido tal la racha de días sin lluvia -ya pasó algo similar de diciembre de 2018 a enero de 2019, un mes sin agua; y en febrero-marzo del año pasado- y el cariz de las temperaturas -el febrero más cálido, casi tres grados por encima de la media del mes y con máximas casi cercanas a las que se marcan en abril- que incluso yo, famoso en mi rellano por quejarme cuando llueve, estaba deseando que lo hiciera. Porque tan cargante y cansino es vivir épocas largas como los primeros meses de 2019, con un 70% de los 4 primeros meses con lluvia y una falta de sol y luz bestiales, como negativo y extraño para esta tierra que llevemos dos meses con tan poca agua. No son tampoco cifras que cogidas en individual no se hayan dado o casi en otras épocas y de hecho vivimos en una tierra tan peculiar que mañana mismo empieza a llover y no para hasta junio, pero no deja de ser preocupante que se repitan estos ciclos tan largos sin precipitaciones. Negaré haber escrito esto, pero daba gusto salir el miércoles y jueves a olisquear el aire y notar que aunque fuera casi más un xirimiri que otra cosa algo de agua estaba cayendo, llevándose también el tufo a gasolinas, calefacciones y mierdas varias. Dentro de un mes volveré por aquí para ciscarme en los 30 días seguidos de lluvia que llevaremos, pero aquí vivimos: tierra de contrastes y de catarrazos cada tres semanas.