ecuerdo un España-Argentina creo que del 88 en el que no falló un pase, uno solo. Esperarle a la salida de aquella puerta de vestuarios como de obra que había en El Sadar en 1983 la primera vez que vino, rodeado de decenas de críos y no tanto que querían tocar al mito, el agobio hasta que se subió al autobús empujando por el fisio Ángel Mur. El gol al Madrid regateando hasta a Sandokán Juan José y este clavando los huevos contra el poste. Ahí están aún. El dolor con la entrada criminal de Goiko. Las miles de patadas que le dieron, auténticas escabechinas muchas de ellas. México 86, de principio a fin, verle manejarse en la cancha como un auténtico Dios, como nadie jamás ha vuelto a jugar al fútbol, nunca tampoco antes así. La tristeza cuando se fue al Nápoles, el vacío. La alegría de verle ganar cosas allí. Aquel gol de falta desde dentro del área, como dibujado por un ángel. El Athletic de Bilbao dándole hostia tras hostia en la final de la Copa del 84, sin piedad. La rabia de la final del Mundial del 90 y el penalti que no fue a Klinsmann y que marcó Brehme -Brehme, en 2006: "No fue penalti"-. La cantidad de errores que ha cometido y el inmenso daño que ha sido capaz de hacer la sociedad mofándose de una persona que claramente estaba enferma y que lo ha sido buena parte de su vida adulta, un adicto a diversas sustancias como millones. La rabia de verle rodeado de gente que no lo ocultaba. Los anuncios de la tele argentina, obras de arte. Los orígenes humildes en Fiorito. La certeza de que detrás de tanto error había una bella persona, un niño pobre. El carisma, a toneladas, capaz de aplastar a todos los futbolistas que han venido después. Ni uno tuvo jamás esa presión, ese magnetismo, ese foco. Ni uno solo. El pelusa, el pibe de oro, "festejan en mi patria, caen banderas de balcones, se pintan plazas de celeste". Gracias, señor, por tanta hermosura eterna.