yer en su columna el gran Fernando L. Chivite nos preguntaba si no sentíamos un cosquilleo extraño. Y nos reconocía que él sí y que no le gustaba nada. Le diré desde aquí que yo también siento ese cosquilleo, desde el minuto 1 de la invasión, que ha ido pasando en dos semanas por todo tipo de fases que iban desde la intranquilidad al miedo racional, al irracional, al estupor, por supuesto la tristeza, el asombro, la incredulidad y la rabia. Pero lo que más noto es ese nudo en el estómago, que recuerdo de cuando era más niño -los adultos somos niños con pelos por todas partes- y que es miedo. Miedo a irnos al carajo, a que todo se vaya al carajo, a que quienes queremos se vayan al carajo, a que no quede nada, a que este a pesar de todo fantástico mundo se quede en polvo y que miles de años de civilización y esfuerzo y maravillas pasen a la historia. Por eso tal vez me sube la sangre a la cabeza cada vez que leo -me estoy quitando de leer lo máximo que puedo- asuntos que tengan que ver con posibles escaladas de la invasión o asuntos que directamente le puedan volver aún más loco a Putin. Ayer mismo otro ex militar español dejaba bien claro en El Mundo que “con una gran potencia militar y nuclear no se juega, tiene potencial para destruirnos a todos”. Esta variable, por supuesto, la contemplan, se supone, todos los países con dos dedos de frente y de hecho es la variable que está haciendo que no se apoye a Ucrania de igual manera que si su invasor fuese Andorra. Pero es que es Rusia. Y Rusia tiene capacidad de si le va mal o muy mal en la película o si se le tocan los huevos en exceso organizar una tercera guerra mundial de estas express. Y eso quieras que no cada uno de nosotros lo sabemos. Y aunque no queramos pensar en ello, lo pensamos. Y lo somatizamos. Unos le llaman cosquilleo, otros le llaman inquietud y yo directamente le llamo miedo. Al menos a lo mío.