o se puede vivir permanentemente indignado contra todos y todos. Hay que escalar un poco todo, de la misma manera que hay que escalar los agobios, los amores, las batallas importantes, las accesorias. Si todo se recibe con el mismo nivel de crispación o negatividad al final los asuntos realmente indignantes quedan diluidos entre los medio indignantes y los poco indignantes y así se desvalorizan y los políticos y sus asesores y quienes nos manejan consiguen su objetivo: que todo parezca un igual en el que no hay nada que hacer y que todos parezcan iguales y que agotados de indignarnos los ciudadanos dejemos de indignarnos. Está sucediendo en esta sociedad ya atónita ante tropelías de todo tipo y condición, que ha perdido su capacidad de discernir y no encuentra la energía necesaria para expresarse de la manera adecuada. Tenemos móviles inteligentes que nos hacen juguetear la mitad del día, hay cerveza, sol, mal que bien pagamos las facturas y unos días de vacaciones en el horizonte y con eso vamos haciendo. El tema es que sí hay asuntos indignantes de verdad, aquellos que merecerían hacernos saltar del asiento. Que un ayuntamiento de una ciudad con miles de necesidades se vaya a gastar 100.000 euros en colocar una bandera gigante -será la de Navarra, diría lo mismo de la de Pamplona, la ikurriña, la española, la que fuera- es uno de los acontecimientos más administrativamente indignantes que recuerdo en la historia que tengo conocida de primera mano en esta ciudad. Me provoca una mezcla altísima de repulsa, tristeza y vergüenza propia y colectiva. Yo soy navarro y me siento ante todo navarro, aunque no le dé a eso más valor que si fuese murciano o guipuzcoano. Es así y punto, una circunstancia. Aprecio lo que supone esa bandera, aunque no me gusten las banderas. Pero gastarse 100.000 en poner una en la ciudad me insulta como pamplonés, navarro y contribuyente.