Pasan cosas. Demasiadas. Pero pareciera que nada nuevo está a punto de ocurrir. Hay días en que me da por pensar que estamos viviendo de prestado; si no, no me explico por qué estamos tan postrados. Quizás por eso el pasado miércoles me fui a la Filmoteca de Navarra para ver un documental de esos llamados militantes. De pronto, un par de tipos llegados de Gaza me revelaron que la vida es plácidamente insoportable. Una mujer palestina histerizada por el dolor de la muerte de su hija parapléjica por un dron israelí, unos pescadores enloquecidos tras el bostezo asesino de un misil que mató a cuatro hijos mientras jugaban con las olas del mar de Gaza, un crío palestino de apenas dos años asesinado por soldados judíos que iban de cacería, otro niño reventado por un M16 mientras juega y de cuya inocencia solo quedan veintiún gramos, el peso del alma al morir. Ese niño lloraba y lloraba hasta cavar con cada lágrima su propia sepultura. Y así hasta completar sesenta minutos de tensión doliente como el llanto de un demonio. Sesenta minutos para comprobar como un gobierno, el israelí, ha convertido el crimen en su mayor valor.

El documental Gas the Arabs, de Julio Fernández Campo y Carles Bover, narra la última agresión israelí de 2014 y la posguerra silenciada en Gaza y Cisjordania. Un conflicto que no es entre dos bandos, sino entre un ejército y dos millones de personas encerradas en una ratonera de 360 kilómetros cuadrados a merced de soldados, francotiradores y colonos narcotizados por un odio histórico.

Al acabar la proyección se hizo un silencio espeso e inquietante. Aquellos cadáveres nos dejaron pegados a nuestra comodidad. Y quisimos salir corriendo en busca de aire para enjuagar aquel puñado de lágrimas. Y es que este documental tenso e inmenso muestra la muerte, que allí no pasa de moda, el dolor y el bombardeo de niños, mujeres y hombres ante la más absoluta indiferencia internacional. No sé si escribir esto sirve de algo. Pero si una columna periodística puede ser tu salvavidas diario, me apunto.