Cualquiera no vale para político, supongo. Yo, al menos, no valgo. Para empezar, tienes que querer. De hecho, creo que eso es lo más importante. El amor a la patria o la vocación de servicio al pueblo son disfraces. Lo que hace al político es la voluntad de poder. Unos la tienen y otros no. A muchos les viene de familia. Como al alcalde de Madrid, por ejemplo. Le escuchas, le observas y no entiendes que esté ahí. ¿Cómo es posible?, te preguntas. Pero la respuesta no es él. La respuesta es su familia. Quizá no suene bien, pero casi todo viene de familia. La meritocracia es una leyenda urbana. El dinero, la clase social, los colegios en los que estudias, los clubs de los que eres socio, los amigos de la infancia, la gente a la que te presentan a los veinte años, los puestos que te ofrecen a los treinta: todo está unido. Los que mandan son descendientes de los que han mandado antes. Los que manejan el dinero son descendientes de los que lo han manejado siempre. Se conocen entre ellos, se han educado juntos, se hacen favores y se ayudan cuando hace falta. Nosotros votamos pero ellos siempre son los mismos. De algún modo hacen magia porque consiguen que una y otra vez elijamos las listas en las que están ellos. También hay políticos cuya voluntad de poder les viene de las tripas. Confían mucho en sí mismos, suben solos, son jefes natos, se creen duros y están dispuestos a darlo todo. Y algunos lo hacen con verdadero dramatismo. Pero son los menos. Desde este lado, tendemos a pensar que el poder pesa mucho, que no es tan fácil mentir sin que se te caiga la cara, que hay que aguantar una barbaridad para mantenerse ahí y blablablá. Y nos equivocamos: no sé en qué, pero estoy seguro de que no es así. Los que conocen la sensación de poder ya no pueden renunciar a ella. Es como una droga. Ni pueden, ni quieren. Respecto a la capacidad de mentir (por lo que veo): se aprende enseguida.