Los meses no son todos iguales. De eso nada. Puede que en el trópico lo sean, pero no aquí. Aquí, por suerte, cada mes tiene su propia tara. Abril es el mes más cruel, decía Eliot. No para mí. Yo diría que abril es un mes que se despereza, uno de los mejores: es como salir de un túnel y coger aire. Más cruel me parece agosto, el mes en que nací: te hace creer en la eternidad y es mentira. O noviembre, el mes del silencio, sus tenues mañanas, su extraña falta de fe. Todos son distintos. Unos marcados por la meteorología, por la luz. Por la estrechez de sus días o por la promesa de sus noches. Otros principalmente caracterizados por su ubicación en el calendario, por ser principio o final de algo, como septiembre, el mes en el que vuelves al orden y asientes dócilmente. O junio, cuando arrojas al fuego toda la basura del curso y saltas bajo las estrellas olfateando el aire. Enero, en cualquier caso, es el peor. Detesto este mes, lo digo sin rodeos. La gente no es ella misma. Todo el mundo anda como en precario con su feo gorro de lana. Muchos no se atreven ni a sacar un dedo de casa. Maldito mes de enero. Yo no hago más que ver series y películas. En la tele, en el ordenador. Todo el (p) día rodeado de ficción: literatura, cine. Hasta he vuelto a leer poesía. A mi edad. Qué paciencia. En enero no hay una realidad común. No hay país, ni vida pública. No puede haber política, ni debates. Y si los hay son insidiosos y melancólicos. En enero se piensa peor. Yo prefiero no opinar de política en enero. Ni de política, ni de nada. Ya opinaré en febrero, si no me queda otra. Enero es un mes para estar metido en el apestoso agujero del yo: lleno de pelos y zaborras viejas. Y todavía estamos a día 22. Llegará el próximo miércoles y aún seguiremos en enero. En fin, si un dictador de la literatura me obligara a escribir el haiku del odioso enero, sería: Días tacaños / el cuervo solo lleva / hielo en el pico.