ué triste es todo. El pobre Bosé ahí, haciendo el ridículo sin darse cuenta. Con esa cara arrasada, ese extravío, esos ojos de alimaña cogida en un cepo. Y nadie le dice nada al desgraciado. Nadie le avisa, ¿no tiene amigos? Puede que no, claro. En fin, cuán presto se va el plazer, qué pena. Porque todo es muy rápido. Demasiado, diría yo. Un día estás que te bebes la vida, que te crees supermán, y al día siguiente ya empiezas a babear y a dar pena a mazo. Además este, no sé. Parecía que se había emocionado con la medicación: que te meto el estoque hasta la bola, que soy torero, le decía al periodista. ¿Qué? Yo sé mucho, mucho, farfullaba luego, moviendo la cabeza arriba y abajo con un énfasis macabro. En fin, he calculado que, tirando muy por lo bajo, yo habré estado hablando del tema del virus (desde que todos empezamos a hacerlo) bastantes más de 500 horas. Eso sin contar las horas que habré dedicado a escuchar y leer lo que dicen otros (científicos, políticos o fantasmas) en periódicos, emisoras de radio y cadenas de televisión, que a menudo te las tragas aunque no quieras y que, sin duda, han sido muchas más de quinientas. De hecho, ahora que lo pienso, puede que no haya hablado de otra cosa en estos últimos quince meses. Y tengo la sensación de que, en el fondo, no sé casi nada. Pero algo aprendes, claro. Aunque no todo sea bueno. Yo, al menos, he aprendido que, por regla general, los que más saben, suelen expresarse siempre con mucha cautela y planteando honestamente sus dudas y sus límites. Mientras que, los que no tienen ni idea, pontifican como bellacos: sin límites, sin matices y a mayor gloria de la estupidez humana que suele ser altiva y vociferante. Pero bueno, si tiene que ser así, que sea. Te lo puedes tomar como un espectáculo cómico. Y hay que hacerlo, creo yo. Cuando menos, te entretienes un poco mientras esperas. Lo cual ya es algo, ¿no?