ltimamente estoy empezando a hablar conmigo mismo. En voz alta, me refiero. No es que tenga nada nuevo que decirme. Ya no. Es más bien un intento (quizá desesperado) de hacerme entrar en razón. Me digo, en buen tono: tienes que ser más sociable, tienes que esforzarte un poco más. Y, acto seguido, asiento con la cabeza como un buen lacayo. Mi mujer me oye, a veces, pero como mucho, mira para otro lado. Al techo, por ejemplo. Ha optado por no hacer comentarios y puede que sea lo mejor (no lo descartaría). Yo siempre he tenido un pequeño problema con esto del no ser demasiado sociable, claro, pero ahora estoy decidido a subsanarlo. Y ¿por qué me ha dado ahora por esto?, me preguntará, tal vez levantando una ceja, algún amable lector o lectora ocasional. Y la respuesta es simple y perentoria, me temo: por los estragos que estoy observando a mi alrededor, ya me entendéis. Empieza a ser alarmante. Estoy asustado. Te encuentras con uno por la calle, te cuenta su vida y en seguida ves que está fatal. Haz el favor de no caer en eso, me digo en cuanto se va. Y haz también el favor de darte prisa, porque es más tarde de lo que crees, me digo poco después en un tono algo impertinente. Pero tengo razón: no hay tiempo que perder. Al menos, para los de mi generación. No lo hay. Este año ha sido brutal. Nos ha hecho trizas. Como si nos hubieran dado fuerte en la cabeza con un mazo a cada uno varias veces. El cerebro es una mierda frágil y este año, ya digo, hemos recibido tralla a mansalva. A cada cual le ha afectado de una manera, pero en general estamos todos hechos una pena. Tú también. Así que trátate con delicadeza, es lo menos que puedes hacer. Pero no te escondas. Sal ahí. Hay que salir a la calle. Hay que volver a hablar. Hay que volver a ocupar el espacio público. Hay que volver. Como sea. Hay que recuperar el contacto. De lo contrario, estamos perdidos.