provechando que hoy, cuando escribo, es el día de los inocentes, he tomado una decisión: en adelante, voy a ser más amable. No mucho más, creo, pero sí un poco más. Y lo siento: espero que se note. Es decir, sin que se note el esfuerzo, claro. El esfuerzo hay que ocultarlo siempre. Si se puede, si estás bien. Una bella desconocida me regaló un librito. Qué extraño. Era un ensayo de Rosset. Dice cosas que, al leerlas, sientes que ya las sabías. Por eso es sabio. Te pongo un ejemplo: dice que la alegría de vivir no necesita buscar motivos. O sea, que la alegría de vivir es simplemente la alegría de estar vivo. Y que necesitar motivos la estropea. ¿A que ya lo sabías? Bill Gates ha anunciado, hace unos pocos días, el final de la pandemia. Dice que le quedan tres meses, que acabará a principios de abril. Vale. Así que me pregunto qué vendrá después. Qué será lo que nos vuelva locos. Por eso hablo de ser más amable. Porque a lo mejor (o a lo peor) va a hacer falta más amabilidad en adelante. Más alegría gratuita y porque sí. Ahora que todo vale ya tanto dinero. Y estamos todos tan estresados. Y tan fácilmente encontramos razones para sentirnos víctimas de algún agravio antiguo o moderno. Y tanta prisa tenemos por llegar lo antes posible a no sabemos dónde, ni queremos saberlo porque nos estresaría aún más. De modo que allá va mi mensaje real de fin de año: toda la belleza está ahí en todo momento. Si sabes de qué hablo, quédate con la frase. Te la doy. Yo no soy optimista, ya me conoces, me temo. Veo el dolor. Estamos rodeados. Estamos atrapados en el dolor. Pero fíjate lo que te digo ahora: hasta el dolor humano forma parte de la belleza del mundo. Y una última cosa, por si acaso: si vas a malinterpretarme, solo te pediría que lo hicieras con cierta gracia. Y con otro poco de amabilidad, que tanta falta nos va a hacer en adelante. Supongo. Quiero suponer. Estoy seguro.