n el paseo fluvial me encuentro de sopetón con Luchy, una vieja amiga. ¿Estaba escondida tras el seto, esperándome? Todo es posible, supongo, pero no creo. Lleva un chihuahua en el bolso, cosa que me sorprende. No obstante, por supuesto, finjo que no me sorprende en absoluto. Es más, le invito a tomar un café. Luchy es una muchacha alegre y deliciosa, naturalmente, pero tengo la sensación de que ha recibido algunos golpes duros de la vida. De hecho, le da trozos de donut al perro. También le echa perfume, me parece. No sé, mejor no indaguemos. ¿Es objetivamente horrible ese perro perfumado metido en un bolso de Chanel falso relamiéndose el azúcar de los bigotes? No lo sé. Prefiero pensar que no es asunto mío y ya está. Pero, escucha, ¿a quién me ha recordado el chihuahua mimado en cuanto lo he visto? A Isabel Diaz Ayuso, lo siento mucho. Es igual que la Ayuso. Sin la melena, claro. Pero esos ojazos abiertos mirándolo todo. Y luego, cuando enseña los dientecitos. Parece que te esté diciendo: puede que sea un chihuahua o puede que no, cuidadín conmigo. Y entonces, me he imaginado a Miguel Ángel Rodríguez, no he podido evitarlo. Perdón, de nuevo. Si hubiera podido, lo hubiera hecho, lo juro. Un Miguel Ángel Rodríguez enorme, con pelo de vieja y un bolso fucsia gigante, alimentando a un doberman nervioso con una dentadura perfecta pero triple, como la de los tiburones. Qué triste. Qué pena todo, ¿no? Y pensar que esa es la mente lúcida que trajina en la sombra. El cerebro intrigante. El cráneo privilegiado. Ese genio. El amigo de Aznar. Me pregunto qué le habrá dado a la fiera para lograr que le salieran esas dos filas extra de afilados dientes. Porque eso no te sale así como así, desde luego. En fin, olvidemos esto lo antes posible, qué locura, no sé qué habré fumado. Oye, me ha encantado verte, me dice Luchy al despedirnos. A mí también, le digo yo. Y me voy corriendo. Menos mal que no lee este periódico.