Era la segunda alerta naranja del mes, conocida antes de la Era Meteorológica como la llegada del invierno. Además de promesas ya abortadas y una súbita lucidez económica, enero suele aportar frío, viento y escalas de grises. Del hielo al plomo. En eso pensaba mientras se acercaba al puerto de Azazeta tratando de no acelerar para después no tener que frenar sobre la plancha de hielo y nieve. Ya había derrapado en la curva anterior y dentro del nanosegundo del susto había agradecido ir sola. Su chico y sus dos criaturas se habían quedado en casa. No hacía falta exponerlos a un viaje de trabajo que cualquier animal con instinto de supervivencia habría anulado, pero la combinación de testarudez y necesidad de demostrar fortalezas a veces alumbra situaciones complejas. Sonó el móvil, se le cayó al cogerlo y por puro impulso su pie clavó el freno. El coche giró 180 grados. Un semicírculo perfecto sobre blanco. Como su cara. Anclada en dirección contraria. Metió marcha atrás mientras el limpiaparabrisas borraba ansioso las diapositivas de sus dos hijos, de su chico, de su madre, de su padre? y salió de la carretera. Paró junto a la primera casa. Temblando se echó encima el plumas y se pintó los labios. Autocontrol por gestos automáticos. Llamó a la puerta sin saber qué iba a decir.

-? ¿? ¿Qué haces aquí?

-¿Y tú??

Sí. Quince años después. Cada uno había elegido una ciudad y construido una vida con pisos, parejas, hijos y trabajos. Él pivotaba entre la suya y alguna escapada a la casa que había heredado en este pueblo gélido que empezaba a descongelarse. Sin hablar se lo contaron todo, lo bueno de lo vivido y lo que nunca intentaron. Se miraron. El quitanieves tardó en llegar tres horas.