Un hombre pierde la vista de pronto en medio de una calle. Esa incomprensible ceguera blanca se contagia y expande como un virus, dejando a las personas perdidas o encerradas en cuarentena. A partir de ahí comienza a cambiar el significado de algunas palabras, necesario, básico, imprescindible, amigo, y el componente más primitivo del instinto de supervivencia asoma hasta arrasar las relaciones humanas. Hace 25 años que Saramago publicó Ensayo sobre la ceguera. Un chaval, un niño casi, escapa de Madrid a una aldea abandonada en medio de ninguna parte tras acuchillar al antidisturbios que le golpeaba. Con la comida justa y las herramientas que le hace llegar su tío cada semana consigue construir a partir de cero una vida en la que conforme más días habita su aislamiento, más felicidad encuentra y menos necesita. Este trayecto a la esencia de las cosas es parte de lo que cuenta Santiago Lorenzo en Los asquerosos. Un hombre dirigido por su espíritu romántico, cómico y amante de la vida en su sentido más pleno es capaz de levantar la arquitectura aérea de una maravillosa fantasía en la que consigue hacer vivir a su hijo cuando los internan en un campo de concentración nazi. La imaginación al borde del abismo y el esfuerzo por crear una realidad alternativa en el punto en que la resistencia humana adquiere la fragilidad del cristal alimentan el alma de La vida es bella de Roberto Benigni. Me he encontrado recordando estos libros y la película digeridos mucho antes de este internamiento. Porque quien teletrabajando y/o estando en casa, asegura que devora libros en estos días de encierro-ginkana-viaje interior es porque a) no tiene hijos pequeños, b) los seda y no lo cuenta, c) tiene capacidad de blindaje acorazado. Mi admiración a estos últimos. A los demás, comprensión infinita. A todos, fuerza. Y a quienes nos lo hacéis más fácil, tres mil gracias, porque seguimos siendo unos privilegiados.