magine que cada día se sienta un rato en un banco. El banco se encontraría en un parque enorme como la piel de un tiranosaurio puesta a secar. En él habría un lago con forma de ameba y al menos diez especies de árboles y arbustos diferentes o nacidos en varios continentes. Podría tratarse de Central Park, la Ciutadella, el Tiergarten, Los Llanos o la Taconera. Aunque no siempre a la misma hora en ese banco coincidiría cada día con la misma persona. Nunca se sentarían juntas porque tanto usted como ese desconocido respetan las aguas internacionales entre dos intimidades, pero tampoco elegirían los extremos del banco. Esta elección, repetida día tras día, le otorgaría el derecho a creer que sobre esas lamas de madera germina algo parecido a una amistad silenciosa. O al menos una complicidad. Una tarde mientras el sol proyectara sus sombras crípticas sobre el perfil de ese desconocido usted le propondría su plan. ¿Qué le parece si le hago una pregunta cada día? El desconocido inclinaría a un lado la cabeza y asentiría divertido bajo su aparente seriedad. Así que usted comenzaría con su primera pregunta. ¿Para qué lugar cogería sólo billete de ida? Sería un lugar con olor a mar en el que sin alejarme demasiado de mi casa pudiera ver romper las olas y bañarme cada mañana. Y entonces usted se levantaría del banco y se marcharía. Y al día siguiente, ¿qué le sienta bien? Creo que el verde, el primer café y reírme sin esperarlo. El jueves, con nubes grises y bajas, continuaría ¿cuándo es tarde para usted? Cuando me doy cuenta de que el tren no hacía un recorrido circular y ya no podré cogerlo. Ayer, ¿qué podría tener en la boca cada día sin aburrirse nunca? Y el desconocido baja la vista y sonríe y usted sabe que está haciendo dobles y triples lecturas pero responde un trozo de naranja. Y hoy se ha atrevido a formularlo, ¿qué le hace feliz? Y él, a responder, recorrer cada día el parque esperando coincidir contigo en este banco.