Llámenme rarito, pero en mi adolescencia tardía me quedaba algunas noches de canguro para evitar mamarme por ahí con los colegas. A cambio de cuidar a las sobrinas cenaba una tortilla buenísima, y sobre todo arañaba una excusa convincente para decir no a un plan con resaca segura, que se repetía cada semana: salir, beber, el rollo de siempre, llegar a la cama sin ti. Hay una edad muy gregaria o había un festero luchando por negarse a ser grey. Ya entonces usaba la expresión "dictadura de la cuadrilla", ese bromuro local contra la personalidad. Y en ello ando todavía, siendo de paso muy amigo de mis amigos. Y es que, a solas, sin una fuerza externa que nos empuje al arcén, cuesta abandonar el carril fijo con etapas inmutables en que hemos convertido la vida. Hay quien necesita un nuevo móvil para borrar contactos impalpables, una bronca para dejar la peña y el grupo de guasap, una mudanza para tirar una pulsera, mechero o carta que antaño significaron algo. Alguien, sí, necesita una remodelación del garito para quitar una hucha de la barra, una jóvena para renombrarse Kike Ponce y, en fin, una espantosa pandemia para percatarse de que las fiestas son demasiado largas y la Liga demasiado chapa. Ciertos hábitos sociales y obligaciones familiares tal vez se pongan en cuestión ahora que todo es cuestionable. Pues sin este comodín sanitario mucha gente nunca se atrevería a decir no a la partida de mus de todas las tardes, la cena laboral de todas las navidades, las cervezas poco frescas de todos los viernes, esas mil celebraciones rutinarias, terrible oxímoron, de las que en frío cuesta librarse. Con suerte va y se suspende la nochevieja.