La abstención, epicentro del terremoto político acontecido en las últimas elecciones andaluzas. Sumó un 41,35% del censo electoral, por encima de las dos convocatorias autonómicas anteriores y por debajo de la marca de 1990 (44,66%). Otras fallas contribuyeron al fenómeno sociológico, pero la abstención fue el agente principal de ese movimiento tectónico en la corteza política de su Parlamento. Quienes se tomaron el día libre de urnas pudieron percibir un veredicto de culpabilidad por ese voluntario comportamiento. Cooperadores necesarios en el revolcón. Insensatos. Imprudentes. La abstención tiene varios orígenes: indolencia cívica, posición crítica con el sistema electoral, descreimiento democrático, hartazgo social, hastío político. Incluso técnico. También, una raíz ética: una actitud moral que disuade de participar en algo a lo que se tiene derecho. Ciudadanos que se niegan a ser figurantes de una representación donde eligen a los actores principales y secundarios, en listas cerradas, para cooperar en una función cuya sinopsis argumental o programa puede ser deformado en cualquier momento. Avalistas escarmentados. Navarra agota su novena Legislatura. Desde 1983, cada cuatro años. En cinco de las convocatorias, la abstención ha superado el 30%. La más alta siguió a la dolorosa y decepcionante frustración del cambio de 1995 (33,75% en 1999). La más baja (2007-24,6%) vino impulsada por un tempero abonado para recolectar cambio, que el agostazo agostó. El socialista, claro. Cuál si no. En las siguientes elecciones, la abstención subió en 6 puntos. Los sondeos electorales para mayo sostienen la tendencia a una minoración en la participación. Evitar el reingreso de UPN, que se cargó la autóctona Caja Navarra, el singular Euskal Jai y las ruinas históricas de la plaza del Castillo, maltrató la alimentación hospitalaria y la enseñanza pública, sería profilaxis recomendable. Hay que salir a ganar. Aun con el vestuario dividido.