dolescente. Las opciones de ocio en la Pamplona de aquellos tiempos eran escasas. Jugaba en una máquina del Salón Recreativo existente en la calle Navas de Tolosa. Mis manos, ocupadas en el manejo de los pulsadores laterales. Mis ojos, centrados en el recorrido de la bola y en percutir sobre ella para evitar que se esfumara antes de haber sumado el mayor número posible de puntos. El premio consistía en partida gratuita y el consiguiente ahorro de pesetas. Noté en zona lumbar y glúteos la presión de otro cuerpo humano. Innecesaria incluso para asomarse al juego en primera línea. Giré el cuello lo justo para advertir la presencia de un hombre adulto a mis espaldas. Me azoré. Cedió en su gesto al verse descubierto con mirada de sorpresa y repugnancia. Además, mi complexión era mayor que la suya. Lo comenté en casa. Otro día se repitió la escena con el mismo sujeto. Hice como que incorporaba el torso hacia la pantalla de la máquina, en un gesto natural por la tensión del juego y, con la misma naturalidad, la rodilla izquierda (zurdo) elevó el pie hacia atrás, que percutió con fuerza en zona sensible del perseverante invasor. Discreto y eficaz. Autodefensa. Ahí acabó el acoso, pero su cara permanece grabada en mi memoria visual. El paso de los años ni la borra ni la difumina. Podría orientar la elaboración de un preciso retrato robot. Si aquella peripecia me marcó, qué huella dejarán acosos físicos y psíquicos de mayor calado en forma de vejaciones, agresiones y violaciones. Las estadísticas afloran ahora lo que ha sido una constante histórica aceptada con resignación. Solo son estimación de la realidad. La falta de una adecuada educación, el deterioro de la salud mental excitado por la fatiga pandémica, el miedo a la denuncia, complican la corrección de esta lacra. Una epidemia nacional, con números relevantes en Navarra. Violencia. Según los últimos hallazgos en sus excavaciones, estamos como en Atapuerca: Pleistoceno medio.