en 1970 el biólogo Roger Payne publicó un disco con las canciones de yubartas, las ballenas jorobadas que todavía viajan por los océanos. El disco fue un éxito de ventas, quizá porque como humanos nos sorprende demasiado que otros animales canten. No es algo habitual, y en cierto modo la música nos distingue como humanos del resto de animales. Hace unos días, en unas charlas deliciosas de ciencia en “Desgranando Ciencia”, en la facultad de Ciencias de la Universidad de Granada, la física y música Almudena Castro contaba cómo somos casi la única especie capaz de tocar las palmas a coro cuando escuchamos algo como la Marcha Radetsky. Podemos percibir el ritmo, las repeticiones de los sonidos, y predecir el momento correcto en que chocar las palmas. En experimentos con chimpancés, éstos, por más que lo intentan, llegan un poco tarde, tras oir el sonido. Quizá con los primeros instrumentos que hicieron nuestros antepasados hace más de 40.000 años ya estaba todo inventado. Posiblemente cientos de miles de años antes nuestros ancestros sabían cantar y bailar, cooperar en ese juego increíble que produce la música.

Un estudio publicado esta semana que recoge músicas de 300 culturas diferentes de todo el mundo ha mostrado que por encima de las muchísimas diferencias, casi todos usamos canciones similares en contextos parecidos: hay canciones de amor; hay nanas; hay canciones para curar, para recordar, para llegar al paroxismo en danza y pasión. O para el duelo por la perdida. Los ritmos y la melodía cambian, incluso las armonías son diferentes de pueblo a pueblo, pero casi cualquiera puede reconocer una canción de cuna africana o siberiana. La música está muy dentro de nuestro ser, posiblemente porque fue algo que surgió con la necesidad de cooperar, de avanzar en un mundo difícil. Cantemos, falta nos hace.