eguro que conocen ese rompecabezas matemático convertido a menudo en juguete educativo. Tiene tres palos en los que se ensartan una serie de discos perforados en su centro (suelen ser siete) colocados de manera que el que está encima siempre tiene menor diámetro que el de debajo. Se parte de una situación en la que todos los discos están en una columna, con lo que parece precisamente uno de esos templos de la capital vietnamita, como la pagoda de Tran Quoc. Y se trata de mover la pagoda a otro poste, manteniendo la regla de los diámetros en cada una de ellas. Lo gracioso es que no se trata de un antiguo juego de esos que vienen siempre de Oriente, sino que fue creado en 1883 por un matemático francés. La cosa de que el problema es resoluble es todo un hallazgo matemático. Lleva su tiempo: basta con poner los recursos (y tener cuidado de seguir las reglas). Pero si aumentamos el número de discos la cosa se alarga exponencialmente, porque tardaríamos en reordenar la torre más tiempo que el que lleva existiendo el Universo. En la formulación que hizo Édouard Lucas, el matemático, se inventó una antigua leyenda brahmánica en la que había que mover 64 discos. Si hacen el cálculo (o miran la Wikipedia, que es más rápido) verán que resolver el problema es más lento que contemplar la evolución de decenas de Universos como el nuestro desde el principio.

Desde pequeño supe que no podría ser matemático porque me sacaba de quicio no poder trasladar la torre de golpe al otro poste, por culpa de una regla lógica pero mortal. Como ese problema del barquero, la col, la cabra y el lobo intentando pasar el río o el de los granos de trigo del ajedrez. Desde entonces, miro el mundo un poco asustado por sus reglas lógicas: la educación y sus reformas, la pandemia y sus restricciones, las torres de Hanói.