a me conocerán como poco adscrito a historias pías, pero hoy, que es el santo patrón de la ciencia, el día de Alberto Magno, me permito celebrar a ese atípico obispo que gustaba de observar y describir la naturaleza, que fue botánico y alquimista (es decir, químico) a la vez que teólogo, un astrónomo que sabía ya en el siglo XIII que la Tierra era redonda, argumentando con más conocimiento que los youtubers terraplanistas que ocho siglos después pasean orgullosos su estulticia. Hace 90 años el papa de turno lo hizo doctor de la Iglesia, toda una autoridad, por más que fuera tarde. Y en general desde hace años las facultades de ciencias celebraban hoy fiesta grande por aquello de que santificar era algo preceptivo en tantos sitios. Hoy lo seguimos haciendo un poco como las fiestas patronales, que para tanta gente ya no tienen otro sentido que el cívico y el tradicional, sin entelequias sobrenaturales.

Qué más da, tomaba al magno doctor más por la fecha en que ya oficialmente hemos vuelto a dar la espalda a nuestra responsabilidad con el mundo que usufructuamos como esos inquilinos llenos de insidia que dejan todo lleno de mierda hasta que ni siquiera ellos pueden habitar ahí. En esas estamos, y por más gaitas que se templan en Glasgow, que los estados firmen su compromiso con evitar la catástrofe parece imposible. ¿Va a tener que empeorar todo? Al menos tendremos que seguir rebasando los límites razonables, constatando cómo los compromisos adquiridos son insuficientes, aguntando la ignominia de que las empresas que más destrucción climática propician sean quienes se ponen las medallas de lo verde, lo sostenible y demás. No hay derecho, es nuestro mundo y nuestra forma de vida la que está en juego, y la ciencia, que no los santos, ya no puede denunciarlo más claramente.