el domingo, en la entrevista con Jordi Évole, el papa Francisco dejó a su derecha a la mayoría de los obispos españoles. Su postura sobre la emigración y la tragedia de vidas humanas que está ocurriendo en el Mediterráneo, así como sus afirmaciones sobre las fosas de la Guerra Civil están aquí a años luz tanto del radical silencio de la jerarquía eclesiástica como de la militancia en contra de tantos políticos confesamente católicos. También deberían tomar nota de lo que el papa dijo sobre el IBI, esa privilegio fiscal que la Conferencia Episcopal se resiste a perder con uñas y dientes. Por contra, la vehemencia que mostró Francisco contra los abusos sexuales perpetrados por eclesiásticos apenas oculta que ya no va a ir mucho más allá de lo hecho hasta ahora. De la misma forma, su loa a la presencia de la mujer en la Iglesia, leída entre líneas, sólo lleva a la conclusión de que todavía vamos a tardar en ver sacerdotisas católicas. Francisco tiene una agradable sonrisa y, a veces, dice verdades como puños. Sin embargo, sin tan siquiera entrar en temas doctrinales, esa concepción patriarcal de la Iglesia romana la aleja indefectiblemente del siglo XXI. No sorprendieron sus convicciones antiabortistas, pero sí la vehemencia en su defensa. Algo parecido se puede decir de su postura frente a los homosexuales, para los que llegó a aconsejar los servicios de la psiquiatría. Un poco fuerte en boca del jefe del Estado con más gays del mundo. Lo dice el libro Sodoma. Poder y escándalo en el Vaticano, recién publicado por el periodista francés Frédéric Martel, en el que se describe a la ciudad santa como el mayor club de ambiente gay del planeta, con morenos seminaristas y rubios guardias suizos arrimándose a la pared al paso de sus eminencias, y cardenales cambiando la púrpura por el cuero negro en las noches romanas. No es ficción heavy, sino una documentada investigación en la que no falta un capítulo dedicado a la Iglesia española.