l trabajo es una gran cosa. De alguna manera es como la maternidad. Me vino la ocurrencia constatando la vecindad calendaria de sus celebraciones, pero además resulta que son consustanciales a la especie y están ahí desde siempre y para siempre.

Releo un libro, Calibán y la bruja, de Silvia Federici. En pequeños tramos porque es denso y minucioso. Sus citas a pie de página son tan sabrosas que dan para otras lecturas posteriores. Por cierto, me encantan las citas así, las que van al final del libro me disturban, soy tendente a la dispersión y no me ayudan nada. Si la primera vez lo leí para conocer más de la historia de las mujeres, ahora, en mitad de este espasmo económico que durará más allá de la V asimétrica que nos prometen, tengo la cabeza puesta en las fluctuaciones de los salarios, la existencia de masas de gente sin trabajo, las instancias donde todo esto se decidía, porque estas cosas se deciden, y sus consecuencias.

Entre cientos, la autora pone el ejemplo de los drásticos cambios en la dieta de la mayoría de la población europea, que pasó de consumir 100 kilos de carne por persona y año a finales de la Edad Media a subsistir básicamente con pan dos siglos después debido a la expropiación de tierras y usos comunales y a la bajada de los salarios. Los paralelismos los pueden hacer ustedes. La cuestión es que el trabajo, una parte del trabajo, es fuente de derechos. Incluso la mayor parte de los derechos relacionados con la maternidad tienen que ver con esa parte del trabajo. Es decir, muchos de los derechos imprescindibles para la vida no nacen de tener vida, sino de tener un trabajo que los proporcione. Sé que no descubro nada, pero estaba en eso.