mandó el vídeo de par de mañana. Envuelto en una sábana azul de hospital y con mascarilla, llorando, un chaval de unos diez años contaba que un avión había soltado un barril del que salía un humo amarillo. No sabía dónde estaban sus hermanos. ¿Voy a morir, señorita?, preguntó a la sanitaria que le atendía. El vídeo continuaba dando noticia del bombardeo sufrido casi al momento por el hospital, el único infantil de la zona, y mostraba cómo las doctoras y enfermeras se apresuraban a sacar a los bebés de las incubadoras para ponerlos a salvo. Los colocaron juntos, en el suelo, dándose calor y arropados con una manta. Ellas también lloraban. Los bebés no pueden preguntar si van a morir, pero es la duda que surge, si habrán sobrevivido, si sigue vivo el chaval de la sábana azul. Los días siguientes trajeron las escenas de Ceuta pulsando el mismo registro, el desvalor de tantas vidas.

Este fin de semana he pasado ratos con un bebé, un ser al que contemplar y maravillarse. Un bebé, es curioso, despierta el convencimiento de que merece la pena el esfuerzo de hacer que las cosas funcionen mejor. Mirarlos cambia la forma de mirar. Cada nuevo gesto, cada descubrimiento, se recibe con alegría, es una pequeña maravilla para los adultos en actitud de celebración. Imposible imaginar que viva escenas como las vistas en Gaza o Ceuta. Una parte importante de nuestro bienestar es que crezcan sin sobresaltos. Nuestras vidas son excepcionales. Pienso en la cantidad de amor, en las incontables horas de cuidado y estímulo que necesitan, en el costoso andamiaje familiar y social que hay que levantar para que una vida incipiente prospere y se desarrolle y en las fuerzas que pueden destruirla sin considerarla digna de ser tenida en cuenta. Es una malversación.