coansiedad, así se nombra desde la psicología el repertorio de síntomas psíquicos, desde la inquietud hasta la angustia, y sus correspondencias físicas provocadas por la consciencia de las consecuencias de la crisis climática y la anticipación pesimista de lo que está por venir y será bastante peor si no se actúa ya. En los casos más extremos, el miedo a un cataclismo compromete de manera seria la vida diaria. Caroline Hickman, investigadora y psicóloga climática, ha realizado un estudio con 10.000 menores y jóvenes de diversos puntos del planeta y concluye que 8 de cada 10 sienten tristeza y temor.

Si hubiera manejado el término en 2006, lo habría utilizado para calificar lo que sucedía en la butaca contigua mientras veía Una verdad incómoda, el documental basado en la campaña de Al Gore sobre lo que entonces se llamaba calentamiento global y luego se dulcificó como cambio climático. Al poco de empezar, la chica de al lado, una adolescente, lloraba desconsolada. Con pudor, pensando que sería alguna cuestión personal que la oscuridad le estaba permitiendo desahogar, le pregunté si le pasaba algo. Contestó que tenía miedo. ¿De qué? De lo que estaba viendo en la pantalla. ¿Qué decirle? Vaya que si era personal la cuestión.

Busco información y llego a la web de una conocida empresa energética que describe la ecoansiedad y otras afecciones relacionadas, pinta un panorama lúgubre respecto a la salud física, mental y comunitaria y aconseja a quienes la padezcan realizar actividades como plantar un huerto o correr y recoger al mismo tiempo plásticos del suelo. Actividades llenas de benéficas posibilidades, aunque la segunda puede entrañar algún riesgo. No sé, pero en conjunto, transmite un toque ejecutivo y frívolo, algo así como anda, sal, a ver si te da el aire y nos vamos relajando un poco.