na de las mejores cosas que puede pasar cuando se empieza un libro es no poder soltarlo, que cada página empuje a la siguiente y llegue ese momento en que una se obliga a pactar consigo misma cómo conciliar el impulso voraz de seguir hasta ver dónde conduce y la intención tranquila de saborearlo con detenimiento para acabar decidiendo que vale, que la primera vez de un tirón, pero luego una segunda lectura reposada para paladear, empaparse y maravillarse por la originalidad o la pericia, por la capacidad de exponer un tiempo y su estado de ánimo a través de un puñado de personajes.

Últimamente dos me han puesto en esa excitante tesitura. Ambos se centran en las relaciones cercanas, en su crueldad, en la vacuidad de las aspiraciones, en lo infundado, en lo fallido, en la dureza de las cadenas de victimización. El primero, Pelea de Gallos, de María Fernanda Ampuero, escritora y periodista ecuatoriana, es una colección de relatos que se construyen línea a línea desde una conciencia a la vez inocente -Papá era gallero y, como no tenía con quién dejarme, me llevaba a las peleas- e implacable. Un rapto sucio y preciso que les aconsejo. Si uno de los objetivos de la literatura es mostrar, este libro lo cumple y alcanza la excelencia.

El segundo es Casas vacías, de Brenda Navarro, escritora, socióloga y economista mexicana, una novela sobre un tema del momento, la maternidad. A través de los monólogos y los lenguajes de dos mujeres, la narración presenta su triple aspecto de mandato, condición dificultosa e incluso no deseada y bien escaso. Como en el anterior, la violencia en todos sus grados aparece como elemento indisociable de la vida. El primero me lo pasó A, el segundo V. Gracias a las dos.