hay una palabra en el diccionario que no gusta: pueblo. No sé si es por temor a parecer aldeanos, pero todos, nosotros los periodistas los primeros, tendemos a encubrirla y llamamos a nuestros pueblos villas, localidades, municipios, consistorios... o, la peor de todas, entidades locales, que es la que más les gusta a los políticos. Parece como si llamar pueblo a un núcleo de población fuera despectivo para sus habitantes.

Y no solo está mal visto eso. Al parecer, tampoco gusta que la gente viva en ellos. En los últimos años nos han repetido hasta la saciedad lo caros que resultan los aldeanos para el Estado o la Comunidad Foral. Es inasumible un país con más de ocho mil municipios, nos dicen, cuando en Francia se eligieron el otro día más de treinta mil comunas, más o menos el equivalente a nuestros ayuntamientos. O aquí en Navarra, más de seiscientas entidades locales (con perdón) que dilapidan el dinero público porque quieren tener escuelas, médicos o residencias para la tercera edad allí donde viven.

El debate en el Parlamento navarro sobre la reforma local va por esos derroteros. También el desafortunado pleno en el que UPN, PSN y PP se negaron a tramitar la Iniciativa Legislativa Municipal de nada menos que 170 pueblos para mejorar la sanidad rural. O el tijeretazo de la semana pasada al 0-3, con premeditación y alevosía. Hay gobernantes que entienden que los ayuntamientos, no digamos los concejos, son como los niños: menores que requieren tutela, cuidados y vigilancia, a veces castigos, y de vez en cuando se les da un poco de paga. Todo en aras de la racionalización, la sostenibilidad y el objetivo de déficit. Claro que el discurso se cae cuando se sabe, como se ha sabido ahora, que son precisamente los ayuntamientos los únicos que cumplieron en 2013 con esos objetivos, es decir, los que gastaron menos de lo que ingresaron, al contrario de lo que hicieron el Gobierno central y muchas comunidades, entre ellas Navarra.