me incluyo entre ese tercio de la población que tiene miedo a volar. Más que miedo, lo mío es pánico. He llegado a hacer cinco mil kilómetros en coche por no coger un avión. En mi vida solo he volado dos veces, ida y vuelta de Vitoria a Londres, y la experiencia fue casi traumática y, desde luego, irrepetible. Y no solo por los malos ratos que pasé en los aviones sino también por la desazón que sentí en los controles del aeropuerto de Stansted delante de algunos funcionarios más que impertinentes.

En esa especie de paranoia que invadió el mundo después de los atentados del 11-S los aeropuertos se han convertido en lugares hostiles donde al cliente se le marea y en ocasiones se le humilla. Control por aquí, detector por allá, cacheos, interrogatorios a veces surrealistas... Y ahora uno más. Precisamente en Londres comenzaron la semana pasada los controles en los aeropuertos para detectar posibles casos de ébola, siguiendo el ejemplo de Estados Unidos y como adelanto a lo que parece que puede venir en otros países de la Unión Europea. Las medidas consisten básicamente en rellenar un cuestionario y en tomar la temperatura corporal del viajero, en principio parece que solo de los procedentes de países de riesgo, pero ya veremos. Algunas voces especializadas ya han cuestionado estas medidas, por ejemplo el Centro Europeo de Control de Enfermedades, cuyos expertos advierten de que, además de su elevado coste, van a tener efectos muy limitados y abogan por prevenir, en todo caso, en los países de origen.

Añadan, pues, una más a la lista de precauciones que deben tener en un aeropuerto: junten en un hatillo los objetos metálicos, no lleven cinturones, vayan en zapatillas, no transporten drogas, ni siquiera medicinas, tampoco líquidos. Cuidado con los móviles, tablets y cámaras fotográficas. Deságanse de los objetos punzantes y cortantes, aunque sean de plástico. Y ahora, además, ni se les ocurra viajar con fiebre.