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Comidas de domingo

aún recuerda mi paladar las comidas de los domingos de la infancia. Era el único día de la semana en el que los labradores guardaban fiesta y la mesa estaba más concurrida que nunca. En mi casa, y en muchas casas de mi pueblo, los domingos se comía cocido, hecho a fuego lento, durante horas, en la chapa del hogaril. Primero la sopa de fideos, densa y fuerte, con sabor a garrón, el hueso del jamón del cerdo. Después venían los garbanzos, también de casa, pequeños pero muy sabrosos. Finalmente, las carnes y el tocino, que a mí me gustaba untar en pan tostado.

Ahora suelo comer algunos domingos en el Casco Viejo, siempre que se alarga el vermú. Casi todos los restaurantes ofrecen menús de entre 17 y 25 euros, me refiero a los normales, nada de lujos. Las cartas son muy parecidas. De primero, una o varias clases de ensalada, ya se sabe que ahora a cualquier cosa aderezada con aceite y vinagre le llaman ensalada. También suele haber arroces, pasta, revueltos, tal vez verdura en algunos sitios, quizá alubias rojas en invierno. De segundos, carne, normalmente vacuno o cordero, y pescado, merluza, bacalao y sobre todo sepia, que últimamente parece que la regalan.

Me da la impresión de que cada vez se pasa menos tiempo en la cocina, incluso en los restaurantes. Y lo puedo entender. No están los tiempos para meter horas en los fogones. En general, se asa, se fríe, se pasa por la plancha, pero apenas se guisa. Hagan la prueba. Miren cualquier recetario de comida tradicional y comprueben cuántos de esos platos se ven hoy en día en las cartas. Es difícil encontrar borraja o cardo, calamares en su tinta o nuestro ajoarriero. Mucho menos un buen chilindrón o un conejo guisado. No digo que sea mejor ni peor. Cada época tiene sus gustos. Pero ya me gustaría comer de vez en cuando un buen cocido con garbanzos. Y para eso hay que ir por lo menos hasta Madrid.