entre las frases que se dijeron en la ceremonia de los Goya, nos llamó la atención la de Carmen Machi: “¡Qué sorpresa llevarse un Goya por hacer reír! “.

Días después, Javier Gutiérrez -proveniente del cine cómico y Goya como actor principal por su papel de tipo duro en La isla mínima- comentaba: “Los actores que hacemos comedia no es que seamos ninguneados, pero no se nos trata igual que a un actor dramático...”.

En resumen: el cine de humor se considera un género menor, y sus películas la tienen que liar muy parda en la taquilla para que se las aprecie mínimamente.

Y nos da la sensación de que buena parte de la culpa la tiene el colectivo de críticos de cine, especialmente ésos que ponen los ojos en blanco cuando algún cineasta (a ser posible, nórdico, checo, húngaro o, aún peor, japonés) nos cuenta -en tres horas, dos y media en plano fijo, dos sin diálogos, y una y media sin personajes- el terrible drama interior de un tipo en una sociedad alienante, y que luego desdeñan sistemáticamente esas películas con las que se ríen todos los que le rodean, y con las que se reirían también ellos si no fueran tan rancios.

Pero no vayan a pensar que éste es un defecto exclusivo del cine, porque ahí está la literatura haciendo lo mismo o peor. Un ejemplo: en la entrada de Wikipedia de Eduardo Mendoza se cita, poco menos que como argumento de autoridad, una frase del crítico Llàtzer Moix, que define su obra como una “realidad bifronte” y “establece una distinción entre sus novelas serias o mayores, y sus divertimentos o novelas menores”.

Tócate los pies. De ópera a opereta, de sinfonía a canción de tuna, de sublime a vulgar según use o no el humor. Pero si alguien cree que en sus relatos de Gurb, del detective sin nombre o del desternillante Horacio Dos no hay crítica social, personajes inolvidables y, en suma, literatura, es que olvida el viejo dicho: “Lo contrario de divertido no es serio; es aburrido”.