Justo ahora hace un par de años, cuando rivalizó con Catalán por la presidencia de UPN, Barcina se ocupó y preocupó por trasladar a la militancia los inconvenientes que para su partido suponía tener un liderazgo compartido. “Las bicefalias no son buenas. Me tocó dos años y creo que Sanz debería haber seguido siendo presidente”, llegó a decir entonces Barcina. Su enésima alusión al medio quizá fue decisiva, ya que consiguió ganar por solo 76 votos el congreso que desde entonces tiene fracturado el partido por la mitad.

Dos años después de aquella fratricida contienda, la presidenta todavía pretende imponer al candidato Esparza exactamente la bicefalia que nunca quiso para ella, con la particularidad de que la presidenta del partido lo es también del Gobierno.

Es difícil comprender la maniobra de Barcina, que desde luego no tiene precedentes. Ni a Zapatero ni a Aznar, por citar dos ejemplos, se les ocurrió ir en las listas de sus partidos cuando salieron de Moncloa por la sencilla razón de que es un despropósito y porque sus sucesores difícilmente habrían aceptado semejante tutelaje.

A esta misma conclusión ha llegado Esparza. Consciente de que cargar con la mochila de Barcina supone un lastre que no le va a ayudar en absoluto a mejorar las malas perspectivas de voto con las que afronta la precampaña, se ha decidido por lanzar un órdago en toda la regla. Lo hace, eso sí, con buenas cartas. No son insuperables, pero cree que suficientes para imponerse en este pulso. Cuenta con el aval del consejo político, el máximo órgano del partido, que le dio su apoyo para liderar la marca en las elecciones del 24 de mayo. Y dado que a nadie se le pasa por la cabeza que UPN vaya a cambiar su cabeza de cartel, la opción más decorosa que le queda a Barcina es no tensar más la cuerda, asumir que el planteamiento de Esparza es idéntico al que ella hizo en su día -le receta su misma medicina- y no alborotar más el gallinero.