La primera palabra que aprendí en cuatro idiomas es cambio. Estábamos a principios de los años 70 y, no sé muy bien por qué, camino del colegio me daba por detenerme en el escaparate de un banco que exponía las cotizaciones de las monedas más influyentes. Creo recordar que no se trataba de una afición muy extendida entre los chavales de mi edad, pero lo cierto es que aquello de las alteraciones de las divisas me llamaba mucho la atención. Eran los tiempos en los que, como en la primera película de Carlos Iglesias, un franco valía 14 pesetas y el dólar, que rondaba las 60, se veía afectado por escándalos como el del Watergate, algo que solo comprendí años después, pero que se llevó por delante al poderoso presidente yankee Richard Nixon. Huelga decir que la peseta era muy débil y, que de toda la lista de monedas que aparecían en el panel, su unidad solo valía más que la lira italiana.
Cambio, change, exchange, wechsel se leía desde el exterior de los bancos que, ya por entonces, no escatimaban en el cobro de comisiones a sus clientes. Al igual que ahora, las entidades financieras vendían la moneda extranjera por debajo del precio que pagaban por su compra y viceversa.
Aquel cambio que se publicitaba en castellano, francés, inglés y alemán no tardó en llegar al terreno político gracias a la muerte del dictador, pese a que costara bastante más tiempo silenciar el ruido de sables.
Hoy, la demanda de otro cambio y el inicio de un nuevo ciclo es una necesidad para la inmensa mayoría de la sociedad. El sondeo que publicó este periódico el pasado sábado elevaba este anhelo al 81% de la ciudadanía. Un porcentaje tan alto como para que la palabra cambio -que por cierto en euskera sería aldaketa- se convierta en los dos escasos meses que restan para las elecciones forales del 24 de mayo en la más repetida y como para que muchas de las formaciones que quieren protagonizarlo la cuelen en sus lemas de campaña.