Síguenos en redes sociales:

Treinta años en Europa

c rucé por primera vez la frontera de Hendaya en el ochenta, en un viaje de estudios. Más tarde recorrí buena parte de Francia, Alemania, Italia, Gran Bretaña y otros países. La Europa rica me fascinaba. La belleza de París, la diversidad de Londres, la libertad de Amsterdam, la historia de Roma... En aquella Europa todo estaba limpio y ordenado, los servicios funcionaban y había seguridad. Todo era bonito, agradable, parecía que la gente vivía bien, mejor que aquí. Me convertí en un europeísta convencido. Por eso, cuando ahora hace treinta años Felipe González firmó el tratado de adhesión a la Unión Europea sentí alegría y orgullo. Nada malo podía venir de allí.

Y al principio así fue. Comenzó a llegar dinero, dicen que hasta 150.000 millones de euros. Pero también llegaron problemas. La reconversión industrial que dejó a mucha gente en la calle, las políticas agrarias... Más tarde, el euro, saludado como la panacea para nuestros bolsillos aunque de la noche a la mañana todo subiera un 60%. Y para rematar, la crisis-estafa en la que aún nos debatimos y las soluciones draconianas impuestas por la maquinaria burocrática de Bruselas que han tenido su máxima expresión en Grecia, pero también aquí.

Hoy, treinta años después, sigo siendo europeísta, pero menos que entonces. Una reciente encuesta sitúa en un 70% el porcentaje de personas que creen que la UE es beneficiosa para los ciudadanos, pero este porcentaje está bajando, sobre todo entre los jóvenes. La Unión tiene ahora más problemas que en 1985. La brecha entre el Norte y el Sur se agranda, los ricos son cada vez más ricos y los pobres, cada vez más pobres. Ni siquiera somos capaces de acoger a los vecinos africanos que llaman a nuestra puerta. La macroeconomía sigue primando por encima de todo, como lo demuestra el próximo tratado comercial con Estados Unidos que sitúa los intereses las empresas por encima de la propia democracia. El futuro se antoja incierto para los próximos treinta años.