c uentan, tal vez solo sea una leyenda urbana, que un periódico londinense publicó hace un siglo este titular: “La niebla impide el tráfico marítimo por el Canal. El continente, aislado”. La anécdota ilustra la percepción que tienen de Europa en las islas británicas, y es que Gran Bretaña nunca ha sido europeísta. No estuvo al principio, siempre ha estado a medias y ahora puede ser la primera en abandonar el barco.

El 23 de junio los británicos votarán en referéndum si quieren seguir formando parte de la Unión Europea o salir, el denominado brexit. Nadie se aventura a estas alturas a vaticinar un resultado. Las encuestas están muy igualadas, un par de puntos arriba o abajo para una opción o la otra. La división llega al seno del propio Gobierno y de los partidos hasta ahora hegemónicos. Unos y otros aportan informes y contrainformes. El FMI, como antes lo hiciera el propio Obama, se ha sumado a la campaña por la permanencia advirtiendo de que el brexit supondría el crack de la Bolsa de Londres. Otros hablan de 100.000 empleos menos en la City porque muchas empresas se mudarían a otras ciudades, o del hundimiento del PIB británico un 6%, 4.300 libras anuales por familia.

No deja de ser paradójico que mientras el gran capital empieza a temblar, amplias capas populares sean abiertamente partidarias del brexit porque ven que Europa poco puede hacer ya por la gente, en realidad cada vez menos como se ha demostrado en la actitud de Bruselas con los países mediterráneos tras las crisis de la deuda, o en el problema de los refugiados.

Sea cual sea el resultado del 23-J, el referéndum de Gran Bretaña evidencia el fracaso de Europa. Si se van, porque sería la primera espantada, y podrían seguir otras, y si se quedan, porque obtendrían concesiones sobre recortes a las prestaciones a emigrantes o limitación del libre movimiento de personas, entre otras, en una especie de UE a la carta. La puntilla para Europa.