entre las muchas lecturas que se hacen sobre el brexit británico llama la atención la división del voto territorial y socialmente. Ya saben, Londres, Escocia e Irlanda del Norte en contra y el resto de las regiones a favor, siete de las diez mayores ciudades partidarias de seguir en la Unión Europea y las zonas rurales por la salida. Y, sobre todo, la clarísima separación entre jóvenes y viejos. No existen, naturalmente, datos reales, pero las encuestas apuntan a que un 75% de los jóvenes de 18 a 24 años votó por permanecer en la UE, mientras que en el otro extremo de la pirámide poblacional, el 61% de los mayores de 65 optó por el brexit. Otros números, y estos sí son reales, apuntan en la misma dirección. La participación en el referéndum ha sido mayor en las zonas donde la media de edad es más alta. Y un dato más. El brexit ha ganado en aquellos municipios con una edad media de sus habitantes a partir de 37 años. Por debajo de esa media, pierde.
¿Qué nos dice todo esto? Pues, en términos estadísticos, que 13 millones de británicos viejos han podido con 16 millones de jóvenes. Y en esa especie de melancolía colectiva en la que parece sumida Gran Bretaña tras conocerse los resultados vemos a padres arrepentidos de lo que han votado porque ahora piensan que han traicionado a sus hijos y a jóvenes acusando a sus abuelos de condenarles a un futuro incierto y a una vida con menos oportunidades, cuando ellos se han beneficiado durante décadas de la Unión Europea de las vacas gordas.
Y por seguir con los datos estadísticos, otro de hace unos días: la esperanza de vida en Navarra es de 83,8 años, cuando hace veinte años no llegaba a 80. Así que, aquí y allí, el cuerpo electoral formado por las personas mayores es cada vez más numeroso e influyente en el resultado final de cualquier votación. Lo saben bien los políticos. Por eso dudo, por ejemplo, de que ningún gobierno se atreva a tocar significativamente las pensiones. O al menos quiero creerlo así.