hay un célebre poema de Borges, de apenas ocho líneas, en el que lamenta que su tiempo se agota, que la muerte le desgasta, por lo que hay “una línea de Verlaine” que no volverá a recordar, un espejo que le ha visto “por última vez”, una puerta que ha “cerrado para siempre”, o “libros de su biblioteca que ya nunca” abrirá. La sorpresa te la llevas cuando llegas al penúltino verso: “Este verano cumpliré 50 años”.

Hay una novela de Simenon, El crimen del Florida, en la que el comisario Maigret le pregunta a su cuñada si no teme que su marido le engañe con la criada, y ella contesta: “¡Pero si la pobre tiene 50 años!”.

Está claro que hasta hace no mucho tiempo -poema y novela son de mitad del siglo pasado- ser cincuentón/cincuentona era sinónimo de vejez decrépita, al borde de la muerte -aunque Borges vivió hasta los 85 años, por lo que tuvo tiempo para abrir muchas puertas y recordar muchos versos-, y con un cuerpo antídoto de la lujuria por los estragos de la edad.

Si comparamos eso con la vida actual, es evidente que salimos ganando, que la longevidad va a más. Tengo la costumbre -no sé si curiosa o morbosa- de mirar las edades de las esquelas que publica este periódico, y me maravilla la cantidad de gente que llega a los 90, 95 y hasta 100 (la edad media en España supera los 82 años, y subiendo).

Dicen que la ciencia está ganando ese partido y que pronto (pronto para nuestros nietos o biznietos, no para nosotros) llegar a los 120 será posible y, no mucho después, habitual. Imagino que para entonces no habrá jubilaciones ni a los 65 ni a los 67 años, sino a los 100, pero ésa ya es otra cuestión.

El caso es que no solo vivimos más, sino que llegamos mejor a esas edades en las que hasta hace poco se llegaba de aquella manera, si es que se llegaba. Y que -de media, unos más y otros menos- nos queda aún casi media vida por delante... que no pienso malgastar con el canso de Verlaine, que era un pesimista depresivo y deprimente.