hemos oído y leído estos días la historia de Mara. Es una chica gallega de 20 años a la que el Tribunal Constitucional niega el derecho de sufragio activo por su discapacidad intelectual. Mara ha votado desde los 18 años, a ella le gusta, pero un juzgado gallego decidió que no podía hacerlo a raíz de que su familia solicitara la incapacitación parcial de la chica. El asunto pasó al Tribunal Supremo, que se pronunció en el mismo sentido, y ahora el Constitucional no ha admitido a trámite el recurso de la familia, de forma que, sin entrar en el fondo del asunto, avala las sentencias anteriores y en la práctica imposibilita votar a Mara. Solo la vicepresidenta del TC, Adela Asúa, ha emitido un voto particular en el que lamenta que el Tribunal “haga dejación de sus funciones” en un asunto en el que están en juego derechos fundamentales.
Pero más rocambolesca es aún la justificación. A Mara le hicieron un examen, es lo que la ley dice que hay que hacer en estos casos, sobre sus conocimientos del sistema político y electoral, y suspendió. Dice el Tribunal que se ha constatado “de manera indubitada en las dos exploraciones efectuadas las notables deficiencias que presenta la demandada en tal particular faceta electora, no solo por su sustancial desconocimiento de aspectos básicos y fundamentales del sistema político y del mismo régimen electoral, sino por la constatada influenciabilidad manifiesta de la misma”. Claro que, como se pregunta su madre, ¿cuántas personas normales suspenderían un test semejante?
Como el asunto ha tomado cuerpo, la ministra Dolors Montserrat anuncia que se va a reformar la Ley Orgánica del Régimen Electoral General para evitar estos casos. Sería lo lógico, ya que así lo exige la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad que España firmó en 2008, pero no cumple. Y no es solo el caso de Mara. Según la Defensora del Pueblo, en las últimas elecciones no pudieron votar por esta causa 96.418 personas.