Nos hemos acostumbrado de tal manera a esta nueva cultura de la soledad tecnológica -por decirlo de alguna manera- que ya no nos dejamos la piel en nuestras relaciones sociales. Ya no sufrimos por no hablar, por no enfrentarnos al otro cara a cara ante un problema. Los móviles ni siquiera son esa herramienta que fueron para comunicarnos con aquellos que no están cerca. Puedes desear un buen año a quien a lo mejor no ves desde hace meses o más sin necesidad de escuchar su voz. Emoticonos, fotos, vídeos caseros que se comparten al modo artesano, montajes, mucho producto prefabricado-gracioso... Seguramente, como dice el profesor de la UN Ramón Salaverría, las nuevas tecnologías nos han permitido ampliar el abanico de las personas que conocemos, facilitando el contacto con personas lejanas, la creación de redes. Pero al mismo tiempo, “en los círculos familiares más cercanos, puede producirse una situación de aislamiento”. Esta Navidad, además de releer algunas viejas epístolas familiares mucho mejor escritas que muchos de estos mensajes en indio-whatsapp, me trajo Olentzero el fabuloso libro Speaking through the aspens, que narra la historia los pastores vascos que recorrieron el oeste americano a mediados del siglo XIX. Pastoreaban en verano e invierno por las tierras altas de Nevada, California, Oregón, Idaho y Wyoming, conduciendo miles de ovejas. Desde la más absoluta soledad tallaban ideas y sentimientos (con cuchillo o incluso con la uña) en los troncos de hayas, abedules y álamos. Avisaban a compañeros de un peligro o de un manantial, grababan recuerdos de amores lejanos o simplemente dibujaban una serpiente o un corazón... “Mala sierra, no hay agua ni hierba” (anónimo, Nevada, 1930), “10 de julio de 1947, fiestas de Mezkiritz”, grababa Felipe Errea (aparece como vasco navarro español). Emocionante descubrir al pastor Nikolas Ibarra (mi aita) en el apéndice (1964). Eran otros emoticonos sin duda. Símbolos de otra cultura. Pura poesía. Literatura que hablaba de una vida desplegada en la realidad.